Cuando Hermenegildo Sierra, el brillante, persistente y apasionado inventor terrestre, declaró que había descubierto cómo viajar en el espacio-tiempo, nadie le hizo caso. Quizá porque Gildo, como todos lo llamábamos en casa, solo tenía 7 años y era la hora del desayuno. A esa hora, papá y mamá acostumbraban a discutir sobre las riquezas de nuestros amigos, vecinos y familiares, luego seguían discrepando sobre qué hacer con el planeta que les había tocado en el reparto planetario universal y, por último, nos despedían con un beso rápido y cariñoso, dejándonos en manos de los androides que con mucho esfuerzo de nuestros esclavos misonianos habíamos adquirido.
Decía, pues, que nadie hizo caso a Gildo, pero me equivoco.
Nuestra hermana Marisol, que por aquel entonces conocía las mieles del primer
amor en manos de un atleta arteliano, lo amenazó subrepticiamente bajo la mesa
con el cuchillo de untar la mantequilla. «Como toques el tiempo —susurró entre
dientes— eres hombre muerto». Quizá la advertencia surtió efecto o quizá fuera
la natural volubilidad de los niños a esa edad, pero el hecho es que Gildo ya
no volvió a mencionar ni el tiempo ni el espacio ni ningún descubrimiento hasta
entrada la edad adulta.
Pasó el tiempo y Marisol inició la que sería su aplaudida
carrera de hetaira, que la llevaría años más tarde a convertirse en la gran
emperatriz de los mirindones, y yo era una audaz cadete, recién salida de la
Academia Galáctica de Oficiales, embarcada
en el USS Albacete en busca de aventuras. Recuerdo que en una de
nuestras misiones habíamos llegado a los confines del sector alfa-3, cuando el
oficial de guardia nos comunicó con voz preocupada:
—Detecto una distorsión en el espacio-tiempo.
El capitán y el resto de los oficiales nos miramos
angustiados. Últimamente se habían producido varias alteraciones de este tipo.
En la última, la tostadora se había rebelado contra nosotros y había arengado a
la cubertería y a la vajilla a apoderarse de la nave. El enfrentamiento no
había sido fácil; habíamos estado varios días comiendo con las manos y echando
a patadas y manotazos a la vajilla y todo tipo de cubertería del puente de
mando. Según nuestro científico de a bordo, en esas alteraciones nos
introducíamos en un universo alternativo. ¿Cómo entrábamos? No lo sabía. ¿Cómo
salíamos? Tampoco lo sabía. ¿Cómo teníamos que actuar? Con buenos modales y
amablemente. ¿Qué nos aconsejaba? A mal tiempo, buena cara. Ya pasaría todo.
En esta ocasión, la distorsión nos había llevado a un
universo triste. Todos llorábamos, el capitán, la tripulación, la vajilla… A
mí, aquella situación me olía a cuerno quemado y rumiaba para mis adentros ¿sería
posible? Estaba inmerso en mis pensamientos y llorando a mares, cuando el ingeniero
de mantenimiento se tiró al suelo con una verraquera de tente y no te menees.
Fue entonces cuando supe con certeza que detrás de esa situación estaba la mano
negra de mi hermano Gildo.
Recordé una verraquera similar; esta vez 10 años antes,
cuando yo estaba a punto de partir para la Academia. Gildo había estado jugando
con el espacio-tiempo a escondidas y mamá lo había pillado in fraganti. Influyó
que Gildo, por un despiste, se había dejado abierta la puerta del último
universo donde había entrado y la casa se llenó de las hordas de Gengis Kan.
Los androides los habían echado en un pispás, pero la casa estuvo meses oliendo
a chotuno. En justo y merecido castigo, los papás le habían confiscado la
máquina de viajar en el espacio-tiempo. La verraquera fue descomunal; Gildo se
tiró al suelo, lloró, pataleó, rogó, prometió entre hipidos no volver a hacerlo
más. Todo inútil, nuestros padres se mantuvieron impertérritos. Al final,
desesperanzado, Gildo se encerró en su habitación.
Diez meses después, cuando
volví a casa en mi primer permiso de la Academia, Gildo seguía encerrado.
Sorprendida y preocupada, abrí la puerta. Dentro, destacando claramente sobre
su lecho, había una nota que rezaba: «Me voy. Me he convertido en un genio del
mal». Fue inútil buscarlo. Había desaparecido sin dejar rastro.
¿Qué impulsó a Gildo a desaparecer? ¿Qué le hizo tomar el
mal camino? ¿Son responsables los padres de las decisiones de los hijos? ¿Son
responsables los amos de las decisiones que los objetos toman? ¿Debemos dejar
que la vajilla tome decisiones por sí misma o debemos guiarla amorosamente con
mano firme? ¿Es nuestra vajilla un ente físico per se? ¿Puede, de hecho, considerarse que una vajilla es un ente?
Todo preguntas que el tiempo solucionará.
Copyright Carolina de la Cruz Montserrat
Prohibida la reproducción total o parcial de este cuento.
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