lunes, 25 de mayo de 2020

Epopeya espacial (1)

Cuando Hermenegildo Sierra, el brillante, persistente y apasionado inventor terrestre, declaró que había descubierto cómo viajar en el espacio-tiempo, nadie le hizo caso. Quizá porque Gildo, como todos lo llamábamos en casa, solo tenía 7 años y era la hora del desayuno. A esa hora, papá y mamá acostumbraban a discutir sobre las riquezas de nuestros amigos, vecinos y familiares, luego seguían discrepando sobre qué hacer con el planeta que les había tocado en el reparto planetario universal y, por último, nos despedían con un beso rápido y cariñoso, dejándonos en manos de los androides que con mucho esfuerzo de nuestros esclavos misonianos habíamos adquirido.
Decía, pues, que nadie hizo caso a Gildo, pero me equivoco. Nuestra hermana Marisol, que por aquel entonces conocía las mieles del primer amor en manos de un atleta arteliano, lo amenazó subrepticiamente bajo la mesa con el cuchillo de untar la mantequilla. «Como toques el tiempo —susurró entre dientes— eres hombre muerto». Quizá la advertencia surtió efecto o quizá fuera la natural volubilidad de los niños a esa edad, pero el hecho es que Gildo ya no volvió a mencionar ni el tiempo ni el espacio ni ningún descubrimiento hasta entrada la edad adulta.  
Pasó el tiempo y Marisol inició la que sería su aplaudida carrera de hetaira, que la llevaría años más tarde a convertirse en la gran emperatriz de los mirindones, y yo era una audaz cadete, recién salida de la Academia Galáctica de Oficiales, embarcada  en el USS Albacete en busca de aventuras. Recuerdo que en una de nuestras misiones habíamos llegado a los confines del sector alfa-3, cuando el oficial de guardia nos comunicó con voz preocupada:
Detecto una distorsión en el espacio-tiempo.
El capitán y el resto de los oficiales nos miramos angustiados. Últimamente se habían producido varias alteraciones de este tipo. En la última, la tostadora se había rebelado contra nosotros y había arengado a la cubertería y a la vajilla a apoderarse de la nave. El enfrentamiento no había sido fácil; habíamos estado varios días comiendo con las manos y echando a patadas y manotazos a la vajilla y todo tipo de cubertería del puente de mando. Según nuestro científico de a bordo, en esas alteraciones nos introducíamos en un universo alternativo. ¿Cómo entrábamos? No lo sabía. ¿Cómo salíamos? Tampoco lo sabía. ¿Cómo teníamos que actuar? Con buenos modales y amablemente. ¿Qué nos aconsejaba? A mal tiempo, buena cara. Ya pasaría todo.
En esta ocasión, la distorsión nos había llevado a un universo triste. Todos llorábamos, el capitán, la tripulación, la vajilla… A mí, aquella situación me olía a cuerno quemado y rumiaba para mis adentros ¿sería posible? Estaba inmerso en mis pensamientos y llorando a mares, cuando el ingeniero de mantenimiento se tiró al suelo con una verraquera de tente y no te menees. Fue entonces cuando supe con certeza que detrás de esa situación estaba la mano negra de mi hermano Gildo.
Recordé una verraquera similar; esta vez 10 años antes, cuando yo estaba a punto de partir para la Academia. Gildo había estado jugando con el espacio-tiempo a escondidas y mamá lo había pillado in fraganti. Influyó que Gildo, por un despiste, se había dejado abierta la puerta del último universo donde había entrado y la casa se llenó de las hordas de Gengis Kan. Los androides los habían echado en un pispás, pero la casa estuvo meses oliendo a chotuno. En justo y merecido castigo, los papás le habían confiscado la máquina de viajar en el espacio-tiempo. La verraquera fue descomunal; Gildo se tiró al suelo, lloró, pataleó, rogó, prometió entre hipidos no volver a hacerlo más. Todo inútil, nuestros padres se mantuvieron impertérritos. Al final, desesperanzado, Gildo se encerró en su habitación.
Diez meses después, cuando volví a casa en mi primer permiso de la Academia, Gildo seguía encerrado. Sorprendida y preocupada, abrí la puerta. Dentro, destacando claramente sobre su lecho, había una nota que rezaba: «Me voy. Me he convertido en un genio del mal». Fue inútil buscarlo. Había desaparecido sin dejar rastro.
¿Qué impulsó a Gildo a desaparecer? ¿Qué le hizo tomar el mal camino? ¿Son responsables los padres de las decisiones de los hijos? ¿Son responsables los amos de las decisiones que los objetos toman? ¿Debemos dejar que la vajilla tome decisiones por sí misma o debemos guiarla amorosamente con mano firme? ¿Es nuestra vajilla un ente físico per se? ¿Puede, de hecho, considerarse que una vajilla es un ente? Todo preguntas que el tiempo solucionará.


Copyright Carolina de la Cruz Montserrat
Prohibida la reproducción total o parcial de este cuento.

viernes, 6 de julio de 2018

Solsticio

Era de noche. La luz imprecisa de última hora del día había dado paso a una penumbra que recubría la habitación iluminada únicamente por los reflejos de un fuego crepitante en un extremo de la sala.
            Una espaciosa vitrina presidía la estancia. Hacía tiempo que su madera desportillada había perdido el tono y enmarcaba con líneas finas y desgastadas unos vidrios que amarilleaban al resplandor de la hoguera. En su interior se entreveían varios cuervos y lechuzas disecados; sus ojos reflejaban la luz de la lumbre y parecían contemplar, inmóviles, algún enemigo pretérito. Quizá fuera efecto del lento balancear de las llamas, pero su mirada aparentaba vigilar, ora aquí, ora allá, la presencia de enemigos.
            Y estos no faltaban, pues frente a la vitrina, en las paredes laterales y esparcida por la habitación, una fauna petrificada, en guerra permanente, surgía de las sombras. Un lince de encendidos ojos negros lanzaba eternamente la zarpa para atrapar a un conejo al que nunca cazaría. Frente a ellos, una nutria de pelaje raído huía, con un pavor inagotable, de un zorro. Y de pie, en una esquina, un oso con las fauces abiertas se abalanzaba inútilmente a atacar. 
            Un gemido brotó en el silencio. En medio de la sala, arrodillado en una alfombra, un hombre clavaba la vista en el fuego. Musitaba unas palabras mientras las lágrimas le corrían por la cara, dejando un reguero brillante que se hundía en la barba. 
            Sonaron las campanas. Eran las diez. El hombre se sentó y su mirada se oscureció. Unos golpes secos resonaron en la puerta. El hombre se levantó ágilmente y una breve sonrisa se extendió por su cara mientras abría. La mujer lo esperaba en el dintel. 
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Salieron del pueblo. Andaban lentamente; las estrellas los iluminaban. La mujer se detenía de vez en cuando, alzaba la cabeza y fijaba la vista en el cielo. El hombre la observaba. Se adentraron en el bosque; el camino se hizo estrecho. Caminaban serpenteando entre matorrales y árboles, y subiendo, siempre subiendo. La mujer apenas miraba el cielo; de vez en cuando dejaba escapar un suspiro. El hombre se inclinó hacia ella y pasándole la mano por el hombro, le susurró:
Es el solsticio de invierno.
Ella lo miró y apoyó la cabeza en su pecho. La luna brillaba, los ojos de él eran opacos; su voz sonó triste cuando murmuró:
 —Los cometas llegan en verano.
Siguieron caminando. Les llegó el sonido de una cascada, continuo, absorbente. Ella quiso acelerar; él la retuvo. Andaba despacio, titubeando. Quiso pararse; se giró. La mujer, vacilante, lo cogió del brazo. Ella señalaba hacia arriba, él negaba con la cabeza. Al final, la mujer lo tomó de la mano, bajarían.
El tintineo de una campana les llegó flotando entre el ruido del agua.  Se detuvieron.
Es el solsticio de invierno —, dijo él.
Es el solsticio de invierno —, asintió ella.
Esta vez no hubo dudas; subieron. Cuando llegaron, él rebuscó en el morral y sacó una moneda que brillaba como la plata. La tiró al chorro de agua que caía fosforescente bajo la luna. Un perro aulló.
Avanzaron hasta un claro. No estaban solos. La mujer reconoció a sus amigos, les sonrió. Se giró hacia el hombre, él no la miraba. Pronto empezó la ceremonia. Bailaron, cantaron; el sonido de la cascada los guiaba. De repente, resonó una voz.
Es el solsticio de invierno.
Un momento bastó. En silencio la vieron pasar y la reconocieron. Era alta y oscura, y al desaparecer se oyó en el aire el leve tintineo de una campana.
El hombre se acercó a la mujer; delicadamente la llevó al centro. La mujer temblaba; él también. El hombre lloraba, ella no. La mujer susurró apasionadamente unas palabras, solo él las oyó.
Cuando acabó, en los ojos de ella la luna brillaba incandescente. Y en su entorno se alzó la oración que susurrando los había acompañado:  
Para que haya vida, tiene que haber muerte.



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Copyright Carolina de la Cruz Montserrat
Prohibida la reproducción total o parcial de este cuento.

lunes, 18 de mayo de 2015

Du Bellay

Cuando era pequeña iba a la escuela a un colegio francés. En aquella época y en aquel colegio la poesía era muy importante. Recuerdo que teníamos una libreta especial, en la que las páginas en blanco se alternaban con páginas rayadas. La mademoiselle nos hacía escribir la poesía en la página rayada y dibujar cualquier cosa relacionada con la poesía en la página en blanco. La caligrafía era importante, igual que la presentación. Año tras año, aquella libreta se iba repitiendo y nosotros seguíamos escribiendo y aprendiendo de memoria las poesías. Y de esta manera, escribiendo y dibujando, fui conociendo poetas como Verlaine, Rimbaud o Prévert. Todavía recuerdo pasajes de algunos poemas o incluso poemas enteros. Algunos me impresionaron. Otras me dejaron indiferente. Pero con el tiempo, algunas de aquellas poesías que no había entendido cobraron sentido. Últimamente, una de ellas me viene continuamente a la mente. Se trata de un poema de Joachim du Bellay.

Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage,
Ou comme cestuy-là qui conquit la toison,
Et puis est retourné, plein d'usage et raison,
Vivre entre ses parents le reste de son âge !


[...]


Quizás sea eso la madurez; sentir que ya has vivido y regresar a aquello que te hizo feliz cuando eras pequeño: el río que pasa por tu pueblo, tus amigos, tu casa, tus padres...

Y quizás sea ese también el misterio de la poesía; se queda en una parte de ti desconocida y va haciendo  su trabajo, poco a poco, como un sentimiento oscuro que surge cuando lo necesitas.